Era mi pared favorita. La abuela la llamaba la pared de los chicos, de ella colgaban los diplomas, los títulos más o menos relevantes que mis tíos y mi padre habían ido obteniendo en sus años de estudiantes. También, algunas acuarelas de papá que según él, hacía años que tendrían que haber pasado de la pared a la basura. Mi abuela se resistía a deshacerse de los pequeños recuerdos de sus chicos. Toda la vida se había sentido a salvo mirando aquella pared.
Para mí, era la pared del reloj. El reloj de mi infancia, el que marcaba la hora de la merienda, el tiempo de las siestas en verano y de la hora bruja, como decía Anita, aunque yo no entendía nada y lo único que se me ocurría preguntar, era cómo sabía la vieja tata de la familia, a qué hora vendrían las brujas, si no lo sabía ni yo, que era toda una experta en esos temas. Largas tardes, soñando con las vacaciones de verano, con la Navidad, con los regalos, o mejor, con los paquetes de los regalos, el papel de celofán, los lazos… Aquellos colores, olores… Y el latido perfecto de su corazón resonando, a veces con prisa, a días lento y sosegado y otras pesaroso, siempre atento a lo que en mis sentimientos de niña, yo podía albergar.
Los sábados por la mañana, a eso de las once, mi abuela, me pedía ayuda, dándole la importancia que para una niña de cinco años requería la operación. Había que darle un repaso a la caja del reloj. Con un paño suave y de color marrón, debíamos quitar primero el polvo, sacudirlo concienzudamente y acto seguido poner un poco de líquido, un oscuro linimento, que yo siempre relacioné con los dolores musculares de mi abuelo, era lo que tenía en la mesilla, o eso creía yo, pero claro, yo estaba segura de que también al reloj, había que darle masajes, y eso es lo que yo hacía, no limpiarlo de una manera mecánica y sin sentimientos como hacía mi abuela, yo masajeaba amorosamente al viejo mueble, que era mi amigo, mi cómplice, mi compañero cuando a solas nadie me escuchaba y él, me guardaba, me daba protección.
Hoy recuerdo con una emoción intacta, el día que recibí la noticia. La abuela ya viuda, había dejado la vieja casa. Pocos días más tarde, Anita se presentó en la casa de mis padres. Llamó a la puerta tímida y triste, mayor respetuosa y pidió hablar con la niña, su niña. Ella era la única persona en el mundo que sabía de mi pasión por el reloj. Su mirada, me desveló algo que había presentido justo cuando sonó el timbre. Había ido a la casa, la abuela la había enviado para dar el último vistazo. Enseguida sintió su ausencia, no necesitó mirar a la pared. El viejo reloj había desaparecido.
No paré de llorar en toda la tarde, me urgía una explicación…
Poco antes de la cena, apareció mi padre, nervioso y emocionado:
-Asunto arreglado, dijo. -Nadie se quedará con mi reloj.
¡Sorpresa! Papá sentía lo mismo que yo,
-los futuros inquilinos son muy modernos, lo más probable es que se deshagan de él…
Qué emocionada estaba, abracé a papá como nunca, me sentí entre sus brazos tan feliz, notaba su protección; compartía con él algo que nunca imaginé. Seguro que el viejo reloj, había sentido lo mismo que yo cuando los fuertes y protectores brazos de mi padre le cargaron hasta casa.
Al día siguiente, elegimos juntos el lugar que merecía. Y aunque durante un rato estuve empeñada en que se quedara en mi habitación, mamá se encargó de quitármelo de la cabeza, pues sus latidos no me hubieran dejado pegar ojo. Decidimos que desde la pared frente al recodo que hacía el pasillo, podía observar a toda la casa y a todos sus moradores.
Después de tantos años, ahora me toca a mí recoger el testigo, nunca lo hemos hablado, pero estoy segura de que mi hija siente por él lo mismo que yo. A pesar de que la vida es distinta, el viejo reloj sigue despertando la misma pasión, la vieja maquinaria funciona perfectamente y la caja restaurada brilla igual que ayer. La historia se repite.
Qué bien contado,Begoña, qué bien llevado el ritmo temporal.
ResponderEliminarUn abrazo.
Bien contado; y con emoción, añado.
ResponderEliminarAchuchón
Begoña, qué hermoso relato y cómo me identifico con él! En casa de mis abuelos también había un reloj de pared, cuyo tic-tac era para mí el corazón de la casa; tenía, además, un carillón en el que sonaba una música maravillosa-que no he podido identificar de adulta-cuando daban las horas completas. Es el único objeto que he deseado en mi vida.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo y felices fiestas.
Elvira
Zamorana de mis amores, me emocioné.
ResponderEliminarBesazo doble.
recuerdos con MAYUSCULA
ResponderEliminarBegoña, qué bueno... ¿es autobiográfico? Lo cierto es que siempre hay algo que recordamos de la casa de la abuela con especial esmero y empeño, siempre hay algún objeto, por insignificante que sea, que nos trae un recuerdo especial, algún olor, alguna textura... Me ha gustado, me encantan los relatos intimistas ¿y a quién no?
ResponderEliminarTe deseo unas felices fiestas, y lo mejor en el año que arranca -si no nos hablamos antes de que termine éste-. Te lo mereces, eres una mujer emprendedora, muy de las mías... ¿sabes? Llevabas razón cuando dijiste esto mismo al presentarnos hace unos cuantos meses.
Un besaco para tí y también para tu niña, que ya es un poco nuestra, de aquí, aunque sea por alusiones.